miércoles, 14 de noviembre de 2007

La personalidad y la ética del carácter

Al mismo tiempo, además de mi investigación sobre la percep¬ción, me encontraba profundamente inmerso en un estudio sobre los libros acerca del éxito publicados en los Estados Unidos desde 1776. Estaba leyendo u hojeando literalmente millares de libros, artículos y ensayos, de campos tales como el autoperfeccionamiento, la psico¬logía popular y la autoayuda. Tenía en mis manos la suma y sustan¬cia de lo que un pueblo libre y democrático consideraba las claves de una vida exitosa.
Mi estudio me llevó a rastrear doscientos años de escritos sobre el éxito, y en su contenido advertí la aparición de una pauta sorpren¬dente. A causa de mi propio y profundo dolor, y de dolores análogos que había visto en las vidas y relaciones de muchas personas con las que había trabajado a lo largo de los años, empecé a sentir cada vez más que gran parte de la literatura sobre el éxito de los últimos cincuenta años era superficial. Estaba llena de obsesión por la ima¬gen, las técnicas y los arreglos transitorios de tipo social (parches y aspirinas sociales) para solucionar problemas agudos (que a veces incluso parecían solucionar temporalmente) pero dejaban intactos los problemas crónicos subyacentes, que empeoraban y reaparecían una y otra vez.
En total contraste, casi todos los libros de más o menos los pri¬meros ciento cincuenta años se centraban en lo que podría denomi¬narse la «ética del carácter» como cimiento del éxito: en cosas tales como la integridad, la humildad, la fidelidad, la mesura, el valor, la justicia, la paciencia, el esfuerzo, la simplicidad, la modestia y la «regla de oro». La autobiografía de Benjamín Franklin es represen¬tativa de esa literatura. Se trata, básicamente, de la descripción de los esfuerzos de un hombre tendentes a integrar profundamente en su naturaleza ciertos principios y hábitos.
La ética del carácter enseñaba que existen principios básicos para vivir con efectividad, y que las personas sólo pueden experimentar un verdadero éxito y una felicidad duradera cuando aprenden esos principios y los integran en su carácter básico.
Pero poco después de la Primera Guerra Mundial la concepción básica del éxito pasó de la ética del carácter a lo que podría llamarse la «ética de la personalidad». El éxito pasó a ser más una función de la personalidad, de la imagen pública, de las actitudes y las conduc¬tas, habilidades y técnicas que hacen funcionar los procesos de la in¬teracción humana. La ética de la personalidad, en lo esencial, tomó dos sendas: una, la de las técnicas de relaciones públicas y humanas, y otra, la actitud mental positiva (AMP). Algo de esta filosofía se ex¬presaba en máximas inspiradoras y a veces válidas, como por ejem¬plo «Tu actitud determina tu altitud», «La sonrisa hace más amigos que el entrecejo fruncido» y «La mente humana puede lograr todo lo que concibe y cree».
Otras partes del enfoque basado en la personalidad eran clara¬mente manipuladoras, incluso falaces; animaban a usar ciertas técni¬cas para conseguir gustar a las demás personas, o a fingir interés por los intereses de los otros para obtener de ellos lo que uno quisiera, o a usar el «aspecto poderoso», o a intimidar a la gente para desviarla de su camino en la vida.
Parte de esa literatura reconocía que el carácter es un elemento del éxito, pero tendía a compartimentalizarlo, y no a atribuirle con¬diciones fundacionales y catalizadoras. La referencia a la ética del carácter se hacía en lo esencial de una manera superficial; la verdad residía en técnicas transitorias de influencia, estrategias de poder, ha¬bilidad para la comunicación y actitudes positivas.
Empecé a comprender que esta ética de la personalidad era la fuente subconsciente de las soluciones que Sandra y yo estábamos tratando de utilizar con nuestro hijo. Al pensar más profundamente sobre la diferencia entre las éticas de la personalidad y del carácter, me di cuenta de que Sandra y yo habíamos estado obteniendo bene¬ficios sociales de la buena conducta de nuestros hijos, y, según esto, uno de ellos simplemente no estaba a la altura de nuestras expectati¬vas. Nuestra imagen de nosotros mismos y nuestro rol como padres buenos y cariñosos eran incluso más profundos que nuestra imagen del niño, y tal vez influían en ella. El modo en que veíamos y mane¬jábamos el problema implicaba mucho más que nuestra preocupa¬ción por el bienestar de nuestro hijo.
Cuando Sandra y yo hablamos, tomamos dolorosamente con¬ciencia de la poderosa influencia que ejercían nuestro carácter, nues¬tros motivos y nuestra percepción del niño. Sabíamos que la compa¬ración social como motivación no estaba de acuerdo con nuestros va¬lores más profundos y podía conducir a un amor condicionado y finalmente reducir el sentido de los propios méritos de nuestro hijo. De modo que decidimos centrar nuestros esfuerzos en nosotros mis¬mos, no en nuestras técnicas sino en nuestras motivaciones más pro¬fundas y en nuestra percepción del niño. En lugar de tratar de cam¬biarlo a él, procuramos apartarnos —tomar distancia respecto de él— y esforzarnos por percibir su identidad, su individualidad, su condición independiente y su valor personal.
Gracias a esta profundización en nuestros pensamientos y al ejer¬cicio de la fe y la plegaria, empezamos a ver a nuestro hijo en los tér¬minos de su propia singularidad. Vimos dentro de él capas y más ca¬pas de potencial que iban a dar sus frutos con su propio ritmo y velo¬cidad. Decidimos relajarnos y apartarnos de su camino, permitir que emergiera su propia personalidad. Vimos que nuestro rol natural consistía en afirmarlo, disfrutarlo y valorarlo. También elaboramos cons¬cientemente nuestros motivos y cultivamos las fuentes interiores de seguridad con el fin de que nuestros sentimientos acerca del propio mérito no dependieran de la conducta «aceptable» de nuestros hijos.
Cuando nos deshicimos de nuestra antigua percepción del niño y desarrollamos motivos basados en valores, empezaron a surgir nue¬vos sentimientos. Nos encontramos disfrutando de él, en lugar de compararlo o juzgarlo. Dejamos de tratar de hacer con él un duplica¬do de nuestra propia imagen o de medirlo en comparación con cier¬tas expectativas sociales. Dejamos de manipularlo amable y positi¬vamente para que se adecuara a un molde social aceptable. Como lo considerábamos fundamentalmente apto y capaz de afrontar con éxito la vida, dejamos de protegerlo cuando sus hermanos y otros pre¬tendían ridiculizarlo.
Había sido educado a la sombra de esa protección, de modo que atravesó algunas etapas dolorosas, que él expresó a su manera y que nosotros aceptamos, pero a las que no siempre respondimos. «No necesitamos protegerte —era el mensaje tácito—. Básicamente, puedes valerte por ti mismo.»
A medida que pasaban semanas y meses, fue desarrollándose en él una tranquila confianza; se estaba afirmando a sí mismo. Madura¬ba según su propio ritmo y velocidad. Empezó a sobresalir rápida y bruscamente, en comparación con criterios sociales —académicos, sociales y atléticos—, yendo mucho más allá del llamado proceso natural de desarrollo. Con el paso de los años, lo eligieron varias ve¬ces líder de grupos estudiantiles, se convirtió en un verdadero atleta y traía a casa las notas más altas. Desarrolló una personalidad atrac¬tiva y franca que ahora le permite relacionarse tranquilamente con todo tipo de personas.
Sandra y yo creíamos que los logros «socialmente impresionan¬tes» de nuestro hijo era una expresión accesoria de los sentimientos que experimentaba respecto de sí mismo más que una mera respues¬ta a las recompensas sociales. Ésta fue una experiencia sorprendente para Sandra y para mí, muy instructiva en el trato con nuestros otros hijos, y también en otros roles. Nos hizo tomar conciencia, en un ni¬vel muy personal, de la diferencia vital que existe entre la ética de la personalidad y la ética del carácter. Los salmos expresan a la perfec¬ción nuestra convicción: «Busca tu propio corazón con diligencia pues de él fluyen las fuentes de la vida».